Hoy presentamos: La Deep Web de la Comedia, Chistes que me Cancelarán en Cinco Años.
A ver, dejemos algo muy claro (por si aún no te has dado cuenta, pedazo de subnormal con menos luces que la casa de un venezolano): el miedo a la funa es inexistente en mí. Es tan falso como la esperanza de un hombre promedio que cree que cinco centímetros son suficientes para llevar a una mujer a la Luna; hermano, con esos cinco centímetros a lo único que la vas a llevar es a la oficina de recursos humanos a poner una denuncia por haber perdido su tiempo.
Pero bueno, me desvié del tema más rápido que un cura cuando le preguntan por qué solo adopta monaguillos, así que retomemos. Durante los últimos días, he estado pensando: “Samuel, llevas demasiado tiempo sin hacer algo tan funable que hasta Hitler diría ‘oye, relájate un poco’”. Y claro, no es que no lo intente, pero el problema es que ya creé un espacio donde depuro todos los demonios que no puedo soltar en público porque terminaría peor que George Floyd en una reunión del Ku Klux Klan con descuento en rodillas.
Por eso, hoy decidí que este post será una oda al humor negro, un catálogo de chistes tan incorrectos que harían que South Park pareciera un programa educativo. Mi único objetivo es hacer que te cagues de risa y, de paso, que la embajada de EE.UU. me meta en una lista negra más rápido de lo que meten inmigrantes en jaulas. Porque si algo tengo claro es que, cuando intente sacar la visa, me van a recibir con un guante de látex y la misma amabilidad con la que la CIA recibe a cualquier país con petróleo.
Aunque… aguarda, permíteme cambiar de tema por un segundo. Para que tengas algo de contexto y entiendas las cosas (claro, bebé, yo sí me preocupo por que entiendas mis cambios de tema, no como tu novia, que parece diseñada por un comité de científicos especializados en inducir ansiedad, más efectiva que un pug asmático en una montaña rusa).
Retomando, me encuentro dentro de una cafetería elegante y sofisticada… bueno, está bien, me atrapaste, estoy en un Starbucks, fingiendo que tengo una vida interesante solo por tener una MacBook enfrente de personas que la ven como si fuera el santo grial de la burguesía latinoamericana. No sé si vine a escribir o a ver cuántos esclavos corporativos con sueños rotos puedo encontrar en un solo establecimiento.
Pero este no es el tema. El tema es que, mientras escribía el párrafo anterior, pasó a mi lado una chica… y no cualquier chica, sino una de esas que parece creada en un laboratorio de influencers, con más filtros que un café colombiano de especialidad y una autoestima prestada por un gurú de coaching que dice que la depresión se cura con “pensamientos positivos y 4 gotas de lavanda”.
Iba tan maquillada que, si lloraba, su cara se volvía un mapa topográfico de tonalidades. Si le daban un abrazo muy fuerte, corría el riesgo de dejar una impresión facial en la ropa, como un billete de dólar mal impreso. El brillo de su iluminador me dejó más ciego que Stevie Wonder en una partida de Call of Duty, y por un momento pensé que me había topado con la reencarnación de la Virgen de Guadalupe… pero sin la parte santa y con un link de OnlyFans en la bio.
Y justo ahí, entre el olor a café quemado y los gritos de un barista que parece narrador de la WWE anunciando nombres mal escritos, tuve una epifanía: la comedia es como un niño en una boda, si no se muere, estorba.
Por eso, bienvenidos a este santuario del mal gusto, la Deep Web de la comedia, donde los chistes no solo cruzan la línea, la borran y luego fingen que nunca existió. Así que, sin más rodeos, empecemos con el primer chiste:
“Si la esclavitud es ilegal en casi todo el mundo, entonces ¿por qué sigo siendo prisionero de mis traumas de la infancia?”
A ver, dejemos algo claro… ¡Sí, sigo traumado por las cosas que ciertos seres queridos me hicieron, con o sin intención! Bueno, algo me dice que definitivamente fue con intención, solo que disfrazada con la frase clásica que todo niño que tiene que romperse el cuello para mirar a sus padres ha escuchado: “Es para que te vuelvas más fuerte”.
Déjame decirte que P-I-N-G-A. Eso no me volvió más fuerte, me volvió más dañado que un Nokia 3310 en una trituradora industrial. Ahora lloro porque se me rompe una Oreo antes de mojarla en leche (no, imbécil, no en la tuya, guarda esa porquería).
¿Quieres escuchar uno de esos pequeños traumas de la infancia? Por supuesto que quieres. Porque en cuanto lo leas, te vas a identificar y darte cuenta de que no eres el único desquiciado que cree que lo superó. Vas a soltar un “Sisoy” con la misma energía de un adulto que paga terapia para hablar de cosas que su mamá dice que “no fueron para tanto”. Y así seguirás con tu vida miserable, camuflada entre sonrisas forzadas, Cheetos a medio aplastar, videojuegos y un olor a sobaco que ni el mejor desodorante clinical puede cubrir.
Y ya que estamos insultándote, hablemos de ese trauma de la infancia. Porque si algo aprendí en esta vida, es que la gente solo escucha con atención cuando hay sufrimiento de por medio. ¿Alguna vez viste a alguien ponerle tanta atención a un tipo contando que tuvo una infancia feliz y estable? No. Pero menciona la palabra “abandono” y de inmediato tienes un público más atento que un perro viendo cómo destapas una bolsa de comida.
Así que aquí va: cuando tenía seis años, creía que mi familia me quería. Gran error. Un día, mi mamá me llevó a un parque y me dijo que jugara tranquilo, que ella me veía desde la banca. Spoiler: no me vio un carajo. En algún momento, me distraje persiguiendo a un pájaro con la fe de un niño que aún no sabe que la vida solo da decepciones, y cuando volteé… mi mamá ya no estaba.
Ahí fue cuando descubrí dos cosas:
1. Que los pájaros vuelan, pero una madre con deudas desaparece aún más rápido.
2. Que la confianza es un concepto abstracto que solo existe en los comerciales de seguros.
Me quedé solo, rodeado de extraños, más asustado que un vegano en un asado familiar. Pasaron los minutos y yo ya estaba considerando aplicar lo mismo que hizo mi papá: asumir que la vida en solitario era mejor y largarme a otro país.
Pero entonces, ahí la vi. Mi mamá, platicando con una señora como si no tuviera un hijo a punto de ser adoptado por una pareja de testigos de Jehová. Corrí hacia ella, con la desesperación de un político tratando de explicar un audio filtrado. Y cuando le pregunté por qué me había dejado solo, ¿qué crees que me dijo?
“Para que aprendas a ser independiente.”
Ahí supe que la única independencia que iba a lograr era emocional, porque cariño materno ya no me quedaba.
Y así, amigos, es como se fabrica una persona incapaz de confiar en los demás, pero perfectamente capaz de reírse de su propio sufrimiento en internet.
Pero bueno, basta de mis pequeños problemas emocionales… después de todo, la terapia es para los débiles y el humor negro es el verdadero psiquiatra del pueblo. Es hora de soltar otro chiste, pero ahora sí vamos a subirle el tono al máximo. Nada de tibiezas, nada de censura, nada de esas bromitas que solo incomodan a las tías progresistas en cenas familiares. Voy a soltar algo tan jodido que, cuando los diferentes gobiernos del mundo lean este post, convoquen una reunión urgente y digan:
“Estimados corruptos del parlamento, debemos aprobar una ley que nos permita encerrar a desquiciados mentales antes de que vuelvan a escribir algo como esto. De paso, podríamos hacer que desaparezca ‘accidentalmente’ en un vuelo que nunca llega a su destino.”
Así que, sin más rodeos, el siguiente chiste de esta miserable y pobre velada:
”¿Por qué los niños con cáncer no juegan a las escondidas? Porque nadie quiere buscar a alguien que ya está perdiendo solo.”
Dios mío. Este chiste fue tan cruel que hasta el algoritmo de esta red social está considerando si dejarme seguir publicando o directamente mandarme la dirección de un psiquiátrico con habitaciones acolchonadas y menú sin cubiertos. Pero seamos honestos, el humor negro tiene una regla de oro: si te dolió, es porque pegó justo donde debía.
Y no me vengas con la moralidad de cartón que solo usas cuando te conviene. Si te reíste, aunque sea un poquito, aunque sea soltaste un leve “naaa, qué jodido”, felicidades: tienes más oscuridad en el alma que el pasado de un político latinoamericano.
Pero, hablando del chiste, es perfecto. Es corto, preciso y letal, como una bala bien dirigida. No necesita rodeos, no necesita preparación. Llega, impacta y deja una sensación incómoda que se disfraza de risa nerviosa. Como cuando ves a un niño en el parque solo y te preguntas si debes ayudarlo… pero decides que no, porque la última vez que intentaste ser una buena persona, casi terminas en una lista de sospechosos del FBI.
Este chiste es lo que toda broma de humor negro debería aspirar a ser: un golpe en la mandíbula sin previo aviso. Un recordatorio de que la comedia es un campo de guerra, y aquí no hay prisioneros. O ríes, o te largas a ver contenido familiar donde los chistes son tan inofensivos como el papá que fue por cigarros y sí volvió.
Y ahora, con la moral destrozada y la poca dignidad que te quedaba tambaleando, es momento de seguir adelante. Porque si creías que esto era lo peor que iba a salir de mi teclado hoy, déjame decirte que apenas estamos calentando.
Vamos a subir el nivel. Si sigues aquí después de los dos primeros chistes, felicidades: ya no tienes salvación. En este preciso instante, un grupo de monjas está rezando para que la tierra me trague y me escupa directo en el último círculo del infierno. Mientras regurgitaba arcoíris con la última aberración que solté, me di cuenta de algo: uno o dos chistes no son suficientes. Vamos a darte cinco. Cinco herejías en forma de comedia, cada una más tóxica que la anterior, hasta que la última pizca de fe que te quedaba se disuelva como hostia en vino barato.
Aquí no hay espacio para la moral, la piedad ni el remordimiento. Aquí se viene a hundirse sin salvavidas y a rezarle a un Dios que dejó de escucharnos desde el primer chiste.
Así que sin más rodeos, te dejo el tercer chiste. Uno tan enfermo que si lo mencionas en una iglesia, la cruz empieza a girar sola y el cura te pide que te largues antes de que se vea obligado a realizar su primer exorcismo en años:
Había una vez un niño en catequesis, uno de esos mocosos con cara de “mi mamá me obligó a venir”, que lo único que quería era salir temprano para irse a jugar con sus amigos. Pero el sacerdote tenía otros planes. Después de leerle un versículo de la Biblia, lo miró a los ojos y le dijo con su voz más suave:
— Hijo, ¿sabes que Jesús murió por nosotros?
El niño, todavía a medio camino entre la inocencia y la duda, frunció el ceño y respondió:
— Sí… pero si era tan milagroso, ¿por qué no hizo algo para salvarse?
El cura sonrió, una sonrisa que escondía siglos de secretos oscuros, y le dijo:
— Bueno… él intentó bajarse, pero cada vez que lo intentaba, venía un sacerdote y le decía: “Quédate un ratito más, que aún no he terminado contigo.”
Ah, pero qué belleza de chiste, digno de ser escrito con sangre en las paredes de la Capilla Sixtina. No salió de mi cabeza porque sí, no fue un accidente. Este chiste es un reflejo puro de la realidad, una realidad que la gente prefiere ignorar mientras finge indignación en redes sociales con su rosario en una mano y el historial de encubrimientos eclesiásticos en la otra.
Porque, claro, el problema no es el chiste, el problema es que es cierto. El problema no es que me burle de esto, el problema es que todavía hay lugares en el mundo donde este chiste no es una broma, sino una noticia en el periódico. Pero, oh, cómo le duele a la gente cuando la verdad se le sirve con un punchline bien sazonado.
Este chiste no es solo una línea bien construida, es un espejo. Y cuando el mundo se mira en él, no le gusta lo que ve.Prefieren taparse los ojos, hacer oídos sordos y seguir rezando, porque es más fácil indignarse por un chiste que exigirle a su religión que deje de producir más víctimas que creyentes.
Y aquí estamos, viendo cómo este chiste arde en la hoguera de la moralidad, mientras los que deberían estar en el fuego caminan libres, con una Biblia en una mano y una absolución auto concedida en la otra.
Así que sí, ríete con culpa o quédate callado con hipocresía. Pero no me vengas con sermones, porque los únicos que los dan son los mismos que deberían estar en la cárcel.
Bienvenido al cuarto nivel, ese punto sin retorno donde tu alma ya no es tuya, sino un recibo arrugado en la basura del infierno. Si sigues aquí, felicidades: ya no tienes moral, solo un sentido del humor tan podrido que hasta Lucifer te daría un ascenso en su cadena de mando. A estas alturas, tu respeto por la humanidad es un recuerdo lejano, algo que perdiste junto con tu inocencia la primera vez que descubriste qué pasaba realmente en la parte de atrás de un furgón escolar.
Pero aquí no vinimos a llorar. Vinimos a escarbar más hondo, a destrozar lo que queda de tu dignidad y a asegurarnos de que, cuando termines de leer este post, ni los testigos de Jehová quieran tocarte la puerta.
Así que, sin más preámbulos, hablemos del aborto.
Una pareja entra a la clínica de abortos. Ella tiene cara de que no ha dormido en días, él tiene la expresión de un hombre que acaba de googlear “trabajos sin experiencia ni talento”. Se sientan en la sala de espera, rodeados de otras mujeres con la misma mirada de “no voy a arruinar mi vida por un accidente de tres minutos”.
De repente, una enfermera se asoma y dice:
— Señorita García, pase por favor.
La chica se levanta, pero su novio la detiene del brazo, traga saliva y le susurra:
— Oye… ¿y si mejor lo tenemos?
Ella lo mira con una mezcla perfecta de lástima y desprecio.
— Claro, bebé, lo tenemos… y así, en diez años, cuando nos deje plantados en un asilo porque fuimos padres de mierda, al menos podremos decir que todo fue tu culpa.
Y se mete al consultorio sin mirar atrás.
Este chiste no es solo una broma, es una biopsia al tumor de la maternidad forzada. La realidad es que traer un hijo al mundo no es un acto de amor, es una apuesta a ciegas con la peor casa de apuestas de la historia: la vida. Una vida que no te garantiza nada, excepto que, si tomas malas decisiones, terminarás rogándole a tu hijo que te visite en Navidad mientras él te deja en visto para salir con amigos.
Porque sí, el instinto paternal es hermoso en los comerciales de pañales y en las películas de Hollywood, pero en la realidad, la mitad de los padres son expertos en criar traumas y la otra mitad no sabe ni hacer arroz. Y es ahí donde este chiste se vuelve arte, porque no te está haciendo reír, te está metiendo el dedo en la herida y girándolo lentamente mientras ves la cruda verdad: no todos están hechos para ser padres, pero todos creen que lo están.
Y al final, el verdadero chiste es que nadie aprende. Cada año nacen millones de niños no deseados, cada año se repite el ciclo, y cada año hay alguien con la brillante idea de que “tenerlo todo planeado” es suficiente. Porque claro, nada dice ‘listo para la paternidad’ como un tipo que todavía le pone agua al shampoo para que rinda más.
Así que sí, ríete. Ríete fuerte, pero cuando veas a tu amigo que no puede ni pagar Netflix diciendo que quiere ser papá, recuerda este chiste y dile: “Claro, bro, adelante… pero no llores cuando el que termine en adopción seas tú”.
Si has llegado hasta aquí, felicidades, oficialmente te graduaste de la escuela del humor negro con honores en degeneración y un diploma firmado por el mismo Satanás. A estas alturas, tu conciencia ya es solo un cadáver en la morgue y tu moral está más destrozada que un orfanato en guerra civil. Mírate, disfrutando de chistes que harían vomitar a un dictador, con la sonrisa de quien ya no tiene miedo al castigo divino ni a los bloqueos en redes sociales.
Pero no podemos detenernos ahora. El último nivel está aquí, el jefe final, el Everest del humor negro, la prueba definitiva para saber si, después de esto, alguna vez volverás a ver la vida con inocencia. No más rodeos, no más pausas, no más advertencias…
Vamos con el chiste final. El más oscuro, el que pondrá tu alma en descuento en el mercado negro de Belcebú.
Era un día cualquiera en un centro comercial abarrotado (¿Qué curioso no?). Gente comprando, niños corriendo, empleados odiando su vida en silencio… todo en perfecta normalidad. Hasta que, de la nada, se escucha un estruendo brutal. Un sonido tan fuerte que podría despertar a un coma inducido y hacerle pagar deudas que ni recordaba.
El caos estalla. Gritos, empujones, gente corriendo como si estuvieran en oferta los riñones. Algunos intentan buscar refugio, otros se lanzan al suelo como soldados en guerra, y un par de influencers ya tienen el celular en mano listos para grabar con la frase “Dios mío, chicos, esto es súper fuerte” mientras ponen carita triste para el engagment.
Pero en medio del desastre, entre el caos y la desesperación, hay un niño, solo, paralizado. Sus ojos reflejan el terror puro, el miedo absoluto… y su madre, a lo lejos, lo ve, su instinto maternal se activa al máximo.
— ¡Mi hijo! ¡Tengo que salvar a mi hijo!
Corre hacia él, esquivando cuerpos como si estuviera en el último nivel de Temple Run. Está a centímetros, casi lo alcanza… pero en ese momento, siente una mano en su hombro.
Un guardia de seguridad la detiene en seco y, con una voz fría y profesional, le dice:
— Señora, no puede salir con productos sin pagar.
Y así es como aprendió que en esta vida, los niños pueden ser reemplazables, pero el capitalismo no perdona.
Ah… el bello aroma de el precio de la vida en tiempos de oferta. Este chiste no es solo una broma, es una radiografía al putrefacto sistema en el que vivimos, un mundo donde el valor de una persona depende más del ticket de compra que del certificado de nacimiento.
Porque sí, nos reímos, pero la realidad es que aquí no importa cuántos muertos haya, sino cuánto perdió el negocio.En el instante en que ocurre una tragedia, las ambulancias tardan, los responsables se esconden y los únicos que actúan rápido son los diseñadores gráficos sacando comunicados con fondo negro y letras blancas.
Y mientras las familias lloran, los empresarios se cuentan las pérdidas, no las víctimas.
Porque en este hermoso y radiante mundo del consumismo, la vida no vale nada si no genera ingresos. Puedes ser atropellado por una estampida de desesperación humana, pero si tus últimas palabras no fueron “quiero dejarle todo mi dinero a la empresa”, entonces simplemente no eres prioridad.
Lo más increíble de todo esto no es el desastre en sí, sino que nadie aprende. Hoy lloramos muertos, mañana habrá descuentos. Y la gente volverá, porque las rebajas del viernes negro valen más que la seguridad.
Pero claro, el problema no es la empresa, ni el gobierno, ni la infraestructura, el problema eres tú, ciudadano promedio, por no leer los términos y condiciones que dicen claramente que, en caso de emergencia, tu vida es transferible y no reembolsable.
Así que sí, ríete. Ríete fuerte. Porque en este sistema, lo único gratis que te dan es el sufrimiento… y ni siquiera viene con garantía.
Y así, querido lector de moral selectiva y humor cuestionable, hemos llegado al final de esta bella obra maestra de la depravación verbal. Un post que, con suerte, quedará archivado en los servidores de la vergüenza digital, esperando ser encontrado dentro de cinco años por algún activista de Twitter con ganas de destruir mi vida.
Pero no nos engañemos, esto no es solo un post, esto es un experimento social, una prueba de fuego para medir cuán podrido está el humor de nuestra generación. Porque si te reíste, felicidades, has aceptado que la vida es una broma cruel y que no hay escape, solo resignación y sarcasmo.
Y si no te reíste, bueno… deja de engañarte, porque en el fondo de tu ser sabes que al menos una línea te sacó una sonrisa culposa, de esas que escondes cuando hay cámaras cerca.
Ahora, mientras cierro esta sesión de suicidio mediático voluntario, me queda solo una pregunta para ustedes, fieles degenerados de la comedia: ¿Nos vemos en la próxima funa, o piensan morir cobardes en el anonimato?
Cuídate mucho, te espero pronto con un nuevo post lleno de tonterías sin sentido que alegrarán tu día, chau chau.

No me molestes por el logo elaborado por IA, espero poder crear uno próximamente, pero si el cerebro no me funciona ni para cargar pesos adecuadamente, imagíname haciendo un logo.