Yooo What Up Offies; Me Dejó, Pero Ahora su Nuevo Flacow Me Pide La Rutina de Pecho

Hoy presentamos: A veces el amor se va, pero la hipertrofia se queda. Llora en el press de banca, que al menos ahí subes algo.

Dicen que el gimnasio cura todo, pero nadie me avisó que en la fase de volumen también se sube el nivel de estupidez. Hace unas semanas, mi vida amorosa pasó por el mismo proceso que mi cintura en definición: desapareció sin dejar rastro. Ella se fue con otro, y yo me quedé con la creatina y un nudo en la garganta que ni el mejor scoop de proteína podía disolver. Pero tranqui, porque en esta historia no hay víctimas, solo pruebas de que la selección natural sigue funcionando: ella se quedó con un flaco sin dorsales, y yo me quedé con la única lealtad que nunca me traicionará… el hierro.

Lo peor no es que se haya ido, lo peor es que ahora su nuevo novio me sigue en Instagram. El tipo ve mis historias, reacciona a mis PR’s y hasta me preguntó qué suplemento recomendaría para “crecer el pecho sin que se le caigan los hombros”. Hermano, dile a tu flaca que me extrañe en silencio, no que te convierta en mi fan. Se la llevó, pero también quiere llevarse mis ganancias. Si eso no es ser el verdadero cornudo de la historia, no sé qué lo sea.

Y claro, la excusa de siempre: “No eres tú, soy yo”. No, mamita, sí soy yo. Soy yo después de que te arreglé la vida, te di estabilidad, te escuché llorar por problemas que no me correspondían y te traté como reina cuando ni para plebeya dabas. Pero tranqui, te entiendo: la fidelidad no va con todas, igual que el déficit calórico. No es que no quieran hacerlo, es que simplemente no tienen la disciplina.

Pero está bien, no hay rencores. Mientras tú vives tu romance con un tipo que se demora 40 minutos en hacer bíceps con 5 kilos, yo sigo aquí, levantando más peso que el trauma de tu infancia. El amor se acaba, el músculo se queda.

El destino es un hdp con sentido del humor raro. La conocí en el colegio hace años, pero en esa época no era más que otra cara en el salón, una nota al pie en mi historia. Pasaron los años, cada uno por su lado, hasta que un día la vida hizo lo suyo: un DM, un par de historias de gym y listo, ya estábamos hablando de hipertrofia como si la vida nos hubiera preparado para este reencuentro. Nos unió el hierro, el deseo de crecer, de ser mejores versiones de nosotros mismos… o al menos eso me vendió ella. Porque si hay algo que saben hacer las mujeres, además de estresarse por huevadas, es venderse bien.

Al principio, parecía hecha a mi medida. Interesada en mí como si me hubiera puesto en su carrito de compras, cariñosa como si fuera la última dosis de serotonina en su vida, y detallista a niveles casi sospechosos. Me vendió la idea de que era distinta, que estaba dispuesta a hacer las cosas bien, a luchar, a mejorar. Yo, con la ingenuidad de quien cree que la fase de definición dura dos semanas, caí rendido. Porque cuando un hombre encuentra a una mujer que le dice que quiere avanzar con él, lo cree. No nos preparamos para lo que pasa cuando la máscara se empieza a caer.

Las primeras semanas fueron hermosas, de esas que hacen que hasta el más frío empiece a planear viajes, futuros y tonterías. Pero poco a poco, como un mal ciclo de volumen, empezó a mostrar los efectos secundarios. No tenía voz propia, vivía por el qué dirán, era más cuadriculada que un plan de entrenamiento de principiante y, lo peor, si algo no iba a su ritmo, entraba en crisis más rápido que un principiante haciendo pierna. ¿Querías fluir? No se podía. ¿Querías una conversación seria? Te salía con estupideces. Pero claro, uno ya estaba metido hasta el cuello, tratando de hacer que funcionara. Porque si hay algo peor que ser un romántico, es ser un romántico con fe.

Ese día supe que algo andaba mal. No porque fuera la primera vez que se frustraba, sino porque, por primera vez, yo me convertí en su saco de boxeo emocional sin haber tirado un solo golpe. Se molestó por cosas ajenas a mí, pero adivina quién pagó los platos rotos. Y ahí estaba yo, como buen iluso, llamándola para entender qué pasaba, para tratar de calmarla, de hacer que se sintiera mejor. ¿Y qué me dijo? “No te rindas conmigo”. No te rindas, dice. Como si su inestabilidad emocional fuera un desafío motivacional y no una bomba de tiempo con mi nombre grabado. Como si no fuera ella la que ya estaba rindiéndose conmigo, pero a escondidas.

Luego vino la joyita de la doble moral. La flaca que me vendió la igualdad, la que decía “si no puedes pagar, yo lo hago sin problema”, la que predicaba el 50/50 como si fuera palabra sagrada… se sintió humillada porque le pedí que pagara su plato. El problema no era la plata, era su ego. Porque en su cabeza no era “te apoyo”, era “yo merezco ser mantenida, aunque haya jurado que no”. Y ahí la tuve, haciéndome drama, metiéndole emoción de telenovela a un pedido de cuenta en un restaurante. Que se sintió mal, que se sintió humillada, que ya quería rendirse. Pero al final, como buen político en debate, se calmó, se retractó y dijo que no era para tanto. Pero ya me había quedado claro: el “mitad y mitad” solo existía cuando no le tocaba abrir su billetera.

Lo peor de ella no era su carácter, ni sus crisis sin sentido. Era su egoísmo. Todo tenía que ir a su ritmo, con sus reglas, con su lógica torcida que solo ella entendía. Yo no tenía que ser yo, tenía que ser lo que ella quería que fuera. Y ahí estábamos: yo tratando de ser la mejor versión de mí mismo, y ella tratando de convertirme en una versión aprobada por su manual de normas internas. Hermano, no quería un novio, quería un muñeco de acción con frases programadas.Pero si hay algo que aprendí en el gym es que las pesas no cambian para adaptarse a ti, tú te adaptas a ellas. Y yo no estaba para ser moldeado.

Yo soy de los que van al gym a reventarse. A levantar hasta que los músculos griten, a salir temblando de la última serie como si hubiera sobrevivido a una guerra. Hypertrofia al fallo o nada. Pero ella… ella era otra historia. Se vendía como una gymrat, decía que entendía la importancia del crecimiento muscular, que era disciplina y constancia. Pero luego la veías haciendo HIIT después de un día de pierna, matando el estímulo como si odiara sus propios progresos. Que el cardio ayuda, decía. Sí, mamita, pero no después de un entrenamiento de tren inferior, ¿o quieres unas piernas con la densidad ósea de una galleta de soda?

Lo peor no era eso, lo peor era que discutir sobre entrenamiento con ella era como discutir sobre física cuántica con un terraplanista. Le intentabas explicar que no tenía sentido meter 40 minutos de saltos después de matarse en sentadilla, y te salía con que “es que yo me siento bien haciéndolo”. Ah bueno, entonces deja de pagar la membresía del gym y anda a jugar a la soga, total, si te sientes bien, eso es lo que importa, ¿no? Pero no, según ella yo era el terco, el cerrado, el que no entendía. Porque claro, en su mundo, el gym no era para progresar, era para hacer lo que le diera la gana y luego quejarse de por qué no veía resultados.

Pero ahí estaba yo, tratando de ser paciente, de enseñarle, de compartir lo que sabía. Porque cuando uno está enamorado, cree que puede cambiar lo incambiable. Y mientras yo progresaba, levantando más peso que el que ella podía manejar emocionalmente, ella se quedaba estancada, enojándose con el gym en vez de con su propia terquedad. Y al final, hermano, así fue nuestra relación: yo queriendo ir al fallo, ella haciendo cardio encima de lo que ya habíamos construido

Dice que no tenía tiempo, pero bien que tenía tiempo para cagarme la paciencia

La flaca estudiaba medicina, y si la escuchabas hablar, jurabas que era la única persona en el mundo con una agenda apretada. Que no tenía tiempo, que su vida era cuadriculada, que dependía de horarios externos, que su carrera le exigía demasiado… Ni que fuera la jefa de médicos del Perú, carajo. ¿9no ciclo y ya parecía que dirigía un hospital entero? Mamita, tú todavía andas aprendiendo a tomar la presión, relájate. Pero claro, según ella, su vida era una constante crisis de tiempo, por eso no podía ir al psicólogo a arreglarse, pero bien que tenía tiempo para desquiciarme a mí.

Lo irónico es que nunca entendió que yo también era un tipo ocupado. Porque claro, su tiempo era oro y el mío era de fantasía. Ella nunca se dio cuenta de que mientras ella se estresaba con sus cosas, yo estaba en las mías: primer puesto en mi carrera, entrando a ciclos de tesis, trabajando con mi viejo, próximo a un trabajo en una entidad financiera, reventándome en el gym, manteniendo mi vida social y encima, yendo a terapia para mejorar. Pero yo sí tenía tiempo para hacer todo eso y todavía dedicarle la importancia que merecía nuestra relación. Porque cuando algo te importa, haces que funcione, punto.

Pero no, ella no. Ella quería que todo girara en torno a su agenda, a sus ritmos, a su sistema cuadriculado. No era flexibilidad, era sometimiento. Si no entrabas en su mundo estructurado, si no te acomodabas a su forma de ver las cosas, estabas mal. ¿Y cómo iba a funcionar una relación si en su cabeza su tiempo era prioridad y el mío era descartable? Ahí entendí que no estaba con una pareja, estaba con una gerente de relaciones humanas que pensaba que yo era un recurso más en su empresa emocional. Pero, ¿sabes cuál es la diferencia? Yo no era su empleado, hermano, yo era el maldito CEO de mi vida.

Hermano, esa ruptura fue como hacer un PR en peso muerto con la espalda mal colocada: tarde o temprano, algo tenía que romperse. Era nuestro mesiversario, una fecha que, en teoría, debía ser especial. Yo, como buen hombre detallista, le armé un regalo con mis propias manos: 20 tulipanes de origami, cada uno representando el día de nuestra relación. No solo era un detalle bonito, era una prueba de esfuerzo, paciencia y dedicación.

Pero, ¿qué recibí a cambio? Nada. Bueno, no exactamente “nada”. Recibí la oportunidad de pagar el gimnasio y la cena, porque claro, ese era su concepto de reciprocidad. De paso, me hizo ir a su casa a convivir con su familia, con quienes, irónicamente, parecía llevarme mejor que con ella. Todo bien hasta ahí, hasta que sacó su faceta de entrenadora personal frustrada. Me pidió ir al gym en la tarde, a lo que le dije que no, porque estaba destruido: migraña, dolor muscular, mi cuerpo pidiendo descanso. Pero ella no aceptó un no por respuesta.

Presionó, reclamó, hizo drama, y como todo hombre que ha lidiado con una mujer así alguna vez, cedí solo para que dejara de joder. “Vamos entonces, ya no jodas”, le dije, entregándome al destino como soldado raso en una guerra que no era mía. Pero la joyita de la historia fue cuando, al salir de su casa, le pregunté si volveríamos ahí después y su respuesta fue un simple “no”. O sea, mientras yo le daba un regalo con significado, ella me estaba llevando directo a pagar nuestra rutina y nuestra cena sin haber movido un dedo por mí. Hermano, ni un vaso de agua me ofreció.

Fue en ese momento que la grieta en el dique de mi paciencia cedió. Ella, desde atrás, soltó un “no sé cómo aguantas esto, no lo mereces”. Y ahí exploté. Me giré, la miré y le solté un seco: “Tienes razón, no lo merezco”. Y ahí, hermano, empezó el fin. Como cuando el músculo ya no da más y la barra te aplasta. Como cuando una cuerda que ha sido jalada demasiado se revienta. Ese fue el punto de quiebre. Y ahí supe que no era un final triste, era la liberación de un lastre que me tenía atado.

Después de que solté el “Tienes razón, no lo merezco”, le dolió, hermano. Se notaba en su cara, pero la loca se quiso hacer la fuerte, como si tuviera el control de la situación. Ahí fue cuando salió con la clásica: “Debemos acabar con esto. Quiero salvarte de mí.” JAJAJAJAJAJAJA. Hermano, qué manera más ridícula de lavarse las manos.Ahora resulta que era una santa sacrificándose por mi bienestar. Como si de verdad me estuviera haciendo un favor.

Yo, en vez de reventarle el globo de una vez, le di cuerda: “No entiendo tu punto, yo estuve dispuesto a luchar por nosotros y enfrentar los inconvenientes.” Pero no porque creyera en esa mierda, sino porque quería que siguiera escupiendo estupideces, quería darle más soga para que se ahorque sola. Y funcionó. Mientras ella se hundía en su discurso de víctima incomprendida, yo ya estaba armando el combo final en mi cabeza.

Hasta que no aguanté más y le solté la verdad sin anestesia:

👉 “Si me metí contigo fue porque me vendiste la idea de que eras una mujer estable, madura y dispuesta a construir algo real. Pero ahora veo que todo era una mentira.”

👉 “Eres una inmadura, caprichosa, egoísta y encima estúpida por hacerme perder meses, dinero y tiempo.”

👉 “Yo cumplí mi rol de hombre: fui protector, proveedor y escucha emocional. ¿Y tú qué hiciste? Nada. No tienes valor como pareja, no aportaste nada.”

👉 “¿Por un cuerpo bonito crees que me iba a quedar? Hermana, culos hay por doquier. Y más para un pata pepa y con cuerpo estético como yo.”

Silencio. Ahí sí la quebré. No porque la insultara, sino porque le di la verdad que nadie más le iba a decir en la cara. No era especial, no era la gran cosa, no era la mujer que creía ser. Solo fue un mal entrenamiento en mi vida, una rutina mal planificada que me tocó descartar.

Ahí, hermano, se acabó la función.

“Del drama al deadlift: La única carga que me quedó fue la de la barra.”

Después de soltarle toda esa verdad en la cara, mi cabeza estaba en un blackout emocional. No quería seguir con su circo, no quería más palabras, más excusas ni más estupideces de una flaca sin valor. Así que agarré mis cosas, me fui del teatro de su tragedia barata y tomé el único camino que un gymrat con principios conoce: el camino de las cargas pesadas.

Llegué a mi santuario, al templo donde los hombres forjan su carácter a punta de discos y repeticiones al fallo. Mi bro ya estaba ahí, como si el universo supiera que esa sesión era necesaria. No hablamos de sentimientos, hablamos de hechos. Y el hecho era claro: “Alta idiota esa flaca.” Conclusión objetiva, sin dramatismos. Entre una serie de peso muerto y otra, entre cada jalón de polea y cada dominada, dejé toda esa basura atrás.

Porque sí, hermano, nadie quita que esto duele. Que en el fondo, hubiera deseado que fuera ella, que las cosas funcionaran, que lo que me vendió fuera real. Pero en esta vida no hay espacio para ilusiones estúpidas, solo para crecimiento real. Y ahora, más que dolor, lo que llevo dentro es hambre. Hambre de superarme, de seguir despuntando en cada maldito aspecto de mi vida. De crecer tanto, física y mentalmente, que el día de mañana, cuando vea desde arriba a cualquier flaca sin valor, solo pueda decir con asco:

👉 “Puta, qué agggco; safa de aquí chola e mierda… PESUÑENTA”

Y seguir levantando. Porque esa es la única manera en la que un gymrat cierra capítulos: rompiendo fibras, no la cabeza.

Así como lo vi en un sticker de WhatsApp, lo traigo aquí como una real cita que debe ser colocada en APA y pasada por Turnitin.

“Fue pe mano, ella me partió el corazón en dos y yo el poto, tamos parche pe” (Bob el Constructor Peruano, 2025)

No me molestes por el logo elaborado por IA, espero poder crear uno próximamente, pero si el cerebro no me funciona ni para cargar pesos adecuadamente, imagíname haciendo un logo.

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