Hoy presentamos: Estudié, estructuré, diseñé, investigué… y vi cómo mi nota se iba al caño porque un orangután no supo qué es un benchmarking. Esta es la historia de cómo el mérito académico murió entre PowerPoints mal leídos y profesores que parecen sacados de DreamWorks.
Hay una especie de tortura que no está penada por la ley, pero debería. No incluye látigos, pero sí documentos en Word. No derrama sangre, pero sí dignidad. Y se llama evaluación grupal. Esa ruleta rusa universitaria donde el gatillo lo aprieta alguien que no ha abierto el archivo desde que se lo mandaste por WhatsApp. Donde tu futuro académico queda en manos de un sujeto que cree que “propuesta de valor” es una bebida energética. Y ahí estaba yo, como testigo pasivo de mi propio velorio parcial, viendo cómo lo que preparé con obsesión digna de tesis era desmembrado por compañeros que no sabrían argumentar ni su propio grupo sanguíneo.
La segunda bala… la que me reventó el ociko: Defender lo indefendible, el vía crucis silencioso del que sí sabe
Todo empezó con esa inocente orden de siempre: “Elijan una empresa y propongan tres ideas innovadoras”. Traducido al dialecto académico: háganme el trabajo que me da flojera corregir, pero igual voy a calificarlo como si fueran becarios en Tesla. Elegimos una empresa del momento, de esas que suenan chévere para PowerPoint pero que en el fondo solo venden humo con código QR. Y ahí entré yo, el mártir del grupo, redactando del punto 1 al 5 en una sola noche, mientras el resto del grupo seguía con el mismo nivel de compromiso que un ex con depresión post-infidelidad.
Les dejé medio cadáver armado, esperando que por lo menos le pusieran ropa al difunto. Spoiler: le pusieron una pijama de payaso y lo maquillaron con WordArt. Llegó el último día y tuve que ver cómo mis compañeros presentaban un informe con errores de primaria, conceptos pegados del Rincón del Vago y conclusiones que parecían escritas por un oráculo con Parkinson. Ni el resumen ejecutivo hicieron, hermano. Y para colmo, en las diapositivas había copy-paste de otro trabajo que hablaba de una empresa diferente. Literalmente decían cosas tipo “la innovación de Sodimac” cuando nuestro caso era Starbucks. Nivel: esquizofrenia académica no tratada.
Pero lo peor vino cuando pensé que al menos podría salvar el honor y la nota con una defensa digna, como cualquier gladiador intelectual. Levanto la mano. Me paro. Respiro. Y el profe—ese homúnculo con cara de copyright de DreamWorks—me mira, sonríe con sadismo y suelta un:
“No, tú no. Tú siéntate. Que hablen ellos.”
Y yo ahí, maniatado emocionalmente, viendo cómo los simios que no sabían ni qué habíamos hecho respondían huevadas a preguntas tipo “¿por qué eligieron esa empresa?” con respuestas como “porque es chévere, profe”.
Fue como ver tu casa arder y que el incendio lo esté narrando un influencer con déficit de atención. Nos pusieron un misero 13. El tipo de nota que no es ni fracaso ni advertencia. Es más como una firma invisible que dice: “ustedes son una vergüenza, pero todavía no me pagan la pensión.”
Ver a tus compañeros responder una pregunta sencilla como “¿qué principio de innovación aplicaron?” con un “el innovador, profe” debería estar penado con retiro inmediato de la matrícula y terapia intensiva de sentido común. Pero no, el sistema universitario es generoso con los ineptos y sádico con los capaces. Yo ahí, sudando excelencia, con la boca amordazada por una decisión arbitraria de un profesor que parece el hijo ilegítimo entre un Excel mal cerrado y Lord Farquad, creyéndose tirano ilustrado mientras arruinaba vidas con el índice.
La impotencia era tan densa que se podía masticar. Me sentía como Messi viendo a su equipo perder 5-0 mientras el DT lo deja en la banca “para que descanse”. Los errores eran tan básicos que ni siquiera dolían; incomodaban, como ver a alguien escribir “haber” en lugar de “a ver” y luego justificarlo con un “igual se entiende, profe”. Y sí, claro que se entiende: se entiende que estoy rodeado de entes con actividad cerebral comparable a una licuadora desenchufada.
Y lo más bonito: el profesor nos bajó puntos por “falta de dominio del tema”. Como si fuera culpa mía que me tocó un grupo con más déficit cognitivo que presupuesto estatal para educación. Mi cara mientras hablaban parecía la Mona Lisa: inexpresiva, pero con un grito silencioso que decía “sáquenme de Latinoamérica, por favor”. Cuando vi la nota final me reí. No porque fuera graciosa, sino porque ya no me quedaban lágrimas. Fue una mezcla entre trauma académico y stand-up involuntario, donde el chiste éramos nosotros.
La tercera bala… Mataron a un inocente: Desarrollo de Productos, el mismo infierno pero con interfaz bonita
Otro curso, mismo profesor, distinto nombre, pero idéntico olor a frustración. Esta vez el ritual satánico se llamó “prototipado en Figma”, porque si ya no alcanzaba con leer PDFs y hacer informes que nadie revisa, ahora teníamos que diseñar una app funcional como si fuéramos becarios explotados en Silicon Valley… pero con compañeros que confunden la interfaz UX con “tu ex”.
El plan era claro: yo me encargo del informe con la única sobreviviente mental del grupo, la única con más de dos neuronas haciendo sinapsis. Mientras tanto, los otros —la fauna decorativa— se encargarían del Figma. Y yo, ingenuo como siempre, pensé: “bueno, si no saben pensar, al menos sabrán arrastrar íconos”. Pero no, hermano. Hicieron una app que parecía diseñada por Art Attack con ansiedad. Los botones no funcionaban, los colores daban epilepsia, y el flujo del usuario era básicamente una trampa mortal. Un laberinto que ni Adolf Hitler habría diseñado con tanta crueldad (Spoiler alert: El flujo era mas asesino que el gas de los campos de concentración)
Llega el día de la exposición y yo ya estaba listo, afilado, con la oratoria cargada y las referencias bibliográficas tatuadas en la lengua. Me paro, respiro, me acomodo el alma… y el mismo duende maldito con título universitario suelta el hechizo maldito:
“No, tú no hablas.”
Otra vez. Otra. Vez. Otra. Maldita. Vez.
Y ahí estaba yo, sentado, viendo cómo los mismos incompetentes de siempre arruinaban el trabajo en vivo, respondiendo huevadas como si la ignorancia fuera parte del delivery. Preguntas simples como “¿por qué eligieron ese diseño?” terminaban con silencios incómodos y frases tipo “porque lo vimos en Pinterest, profe”. Si eso no es un atentado a la academia, no sé qué lo es.
Nos volvieron a bajar puntos, obvio. Y mientras el profesor lanzaba su veredicto con cara de juez de La Voz, yo solo pensaba en cómo sería mi vida si hubiese nacido en Finlandia. Porque en este continente uno no estudia: sobrevive al sistema educativo como si fuera Hunger Games, pero con bata y sin presupuesto.
La primera bala… la que ingenuamente me engañó peor que mi ex: El respiro antes del derrumbe
La semana arrancó como película motivacional gringa: fondo de piano suave, yo vestido de confianza, y el curso más temido —Tesis— esperándome en la línea de fuego. Pero esta vez, sin lastre. Sin orcos académicos respirándome en el oído. Esta vez era yo, mi proyecto y ese PowerPoint que había sido tallado con insomnio, rabia y un poco de ego bien merecido.
Me paré, hablé, defendí. Metí teoría, metí análisis, metí punchlines metodológicos que hacían que hasta el jurado bostezara con respeto. Cada pregunta respondida era un escupitajo elegante en la cara de todos los que me habían hecho dudar antes. Saqué 19. Y no un 19 “por lástima”, ni un “vamos a ayudarlo porque lo intentó”. No. Un 19 bien parido.Con base, con flow, con APA séptima edición en cada vena.
Y salí del aula con esa energía de protagonista de anime que acaba de vencer al villano. Pensé: “Ya está. Si esto fue lo más difícil, lo demás será pan comido.”
Error.
La vida dijo ‘JAJA NO’
Porque claro, Tesis fue el anzuelo. El momento de gloria que el universo te da justo antes de meterte un batazo emocional. Lo que vino después fue una caída libre sin arnés, donde los otros dos cursos —Manejo de Innovación y Desarrollo de Productos— me recordaron que la vida académica no es meritocracia: es una ruleta rusa, pero con todas las balas cargadas y el profesor apuntándote con una sonrisa.
Es irónico. El único trabajo que hice solo fue el que mejor salió. Pero en los demás, donde el “trabajo en equipo” debería sumar… terminó restándome dignidad. Me vi obligado a observar cómo los burros que me rodeaban rebuznaban con micrófono, mientras yo, con mis 19 colgando del pecho como medalla de guerra, era silenciado como si fuera culpable de saber demasiado.
La lección es clara: el problema nunca fui yo. El problema fue creer que en un entorno universitario latinoamericano se puede trabajar en grupo sin perder la fe, la nota, y dos años de expectativa de vida.
Moraleja con plomo: estudiar sí da frutos, pero primero te los pisan con zapatos de payaso
Si algo me quedó claro después de esta semana, es que la universidad no te forma, te deforma. No te moldea como profesional, te prueba como mártir. Acá no se trata de quién sabe más, sino de quién sobrevive con menos dignidad. Porque si tú destacas, el sistema te silencia. Si tú trabajas, el grupo te arrastra. Y si tú hablas, el profesor te manda a sentarte porque no quiere que brilles más que su miserable ego con título.
Estudiar en grupo en Latinoamérica es como construir un castillo con plastilina vencida. Vos podés tener los planos, los ladrillos y hasta el cemento intelectual, pero si tus compañeros son un zoológico de errores con piernas, todo se viene abajo. Acá, el más burro dirige, el más bobo habla, y el que realmente entiende… observa en silencio cómo su nota se disuelve como pastilla en el desagüe.
Yo saqué 19 en Tesis, sí. Y no fue suerte, fue ejecución quirúrgica. Fui con mis ideas claras, mi metodología lista, y la rabia contenida de años de trabajos grupales. Me defendí solo, sin muletas, sin idiotas gritando “¿y qué pongo acá, bro?”. Pero ese fue solo el primer round. Lo que vino después fue una golpiza emocional administrada por Lord Farquad, versión profesor frustrado que te manda a callar porque “defiendes mucho”.
¿En qué clase de circo estamos, que saber contestar está mal visto? ¿Qué mierda de pedagogía es esa donde el que hizo todo se queda mudo, y el que solo copió y pegó responde con voz temblorosa y datos sacados de un TikTok? Estamos criando gerentes que no saben sumar, diseñadores que no saben qué es Figma, y expositores que hablan como si estuvieran leyendo una receta de arroz con pollo.
Y lo peor: los profesores lo permiten. A veces por flojera, a veces por pereza, pero muchas veces por pura envidia. Porque en el fondo saben que si tu generación aprendiera de verdad, ellos sobrarían. Entonces prefieren el caos: que el grupo se hunda, que el informe llegue incompleto, que tú te frustres, y que todos tengan la misma nota mediocre… menos tú, que te jodiste en silencio.
Así que no, esta semana no fue de parciales. Fue de señales. Señales de que el talento no siempre se premia. De que la universidad, por más “privada” que sea, sigue siendo una jungla adornada con palabras como “liderazgo” y “trabajo en equipo” que en la práctica solo significan “trágate tu rabia, no hagas olas”.
Pero tranquilo, profe. Tranquilos, compañeros. Yo me senté, sí. Me callé. No dije nada mientras el Titanic se hundía con todos ustedes bailando encima. Pero anoté cada falla, cada estupidez, cada traición académica. Y si no me dejaron hablar en la exposición, hablaré ahora. Aquí, sin PPT, sin rúbricas, sin filtros.
Y lo voy a decir claro:
Ustedes no me bajaron la nota. Me subieron el carácter.

No me molestes por el logo elaborado por IA, espero poder crear uno próximamente, pero si el cerebro no me funciona ni para cargar pesos adecuadamente, imagíname haciendo un logo.